Para que las generaciones futuras no tengan que pasarse horas interrogando un texto, y así sean más estúpidas (o tengan más tiempo para dormir)

14/1/10

“La presa”, de Kenzaburo Oé

Kenzaburo Oé nació en un pequeño pueblo de Japón en 1935, poco antes de que estallara la Guerra del Pacífico, fue alcanzado por ella al poco tiempo y así, creció con esa guerra, perdió en ella a su padre, adoleció la posguerra y leyó a los existencialistas franceses, observó el cambio en la sociedad producto del contacto con Occidente y, posicionado en la brecha de ese contacto, escribió sus obras. Oé lo señala en la conferencia que pronunció al recibir el premio Nobel en 1994: “Mi observación es que después de ciento veinte años de modernización desde la apertura del país, el Japón de hoy en día está dividido entre dos polos de ambigüedad opuestos. Yo también estoy viviendo como escritor en esta polarización impresa en mí como una profunda cicatriz”. Y también afirma, en esa misma conferencia, que su estilo de escritura parte, fundamentalmente, de sus asuntos personales, para terminar luego enlazándose con los sociales, estatales y mundiales.

Escrita poco más de veinte años después de la Guerra del Pacífico, en la época post-ocupación estadounidense del territorio, La presa podría ser considerada, de acuerdo con lo señalado, como en parte autobiográfica: si no tanto en lo anecdótico, en lo que deriva de la vivencia cercana de la guerra, de la deshumanización que provoca, de la crueldad que conlleva y se manifiesta en los que habitan en ambas partes del conflicto por más marginales que sean, el absurdo que vuelve visible y doloroso como un golpe que deja tullido.
Esta novela corta evoca, en un riguroso pretérito indefinido, un pequeño pueblo rural ubicado en un valle remoto y boscoso similar al de la Isla de Shikoku donde pasó su infancia Oé, y cuenta, a partir de la perspectiva de un niño (lo cual no significa, como se le critica, que el que narre sea un chico; dados los tiempos verbales, todo podría tratarse del recuerdo de quien revive la experiencia para intentar comprender o manifestar la incomprensión, para expresar culpas e intentar reconstruir), un niño japonés sin nombre que bien podría ser todos los niños japoneses en esas circunstancias, cómo una guerra (la Guerra del Pacífico, la Segunda Guerra Mundial) pasa de ser algo remoto para el poblado a formar parte de su cotidianidad de manera velada, cómo esto trastoca la vida del pueblo y es vivido por los habitantes.
Tras años de relativo atraso socioeconómico y existencia al margen de los conflictos bélicos, el pueblo en donde acontece la historia, que ya había hecho su tributo a la guerra enviando a sus hijos jóvenes, es visitado por ésta cuando un avión enemigo se estrella contra la ladera de la montaña. Un sólo tripulante sobrevive y es capturado, convirtiéndose a partir de entonces en “la presa” de la cual el pueblo tiene que hacerse cargo hasta que lleguen instrucciones del ayuntamiento de la ciudad más cercana. A partir del momento en que rodean sus tobillos con la cadena de una trampa para cazar jabalíes, en el soldado negro comienza un proceso de animalización que está dado por la mirada que tiene el pueblo sobre él, y el pueblo comienza el proceso de adaptación a la presencia de la nueva criatura. Así, en principio se procede con cautela, con el miedo que se le tiene a lo desconocido; luego, con respeto; finalmente, con la familiaridad con la que se trataría a “un animal tierno y dócil”. El pueblo se acostumbra a la presencia de ese soldado negro-animal sin habla inteligible, se quiere acostumbrar, e intenta volver a la vida de antes: las mayores retornan a sus ocupaciones cotidianas; “la presa” es asimilada y a la postre se le deja vagar sin cadenas; los encargados de cuidar del prisionero se vuelven los niños ociosos que, en parte guiados por las opiniones paternas, en parte apoyándose en un mecanismo defensivo contra lo Otro, no tratan al soldado como un humano, sino como un animal, y aunque magnífico, exótico e idolatrado, lo convierten así en una bestia: lo “ceban”, limpian sus heces, lo bañan, le ofrecen una hembra como compañía sexual; tan sólo a veces se comentan entre ellos que parece “como si fuera humano”. Estos niños, con sus relaciones de poder análogas a las de los adultos, sus códigos, juegos y rutinas, son los principales protagonistas de la novela, y los principales afectados por la introducción del soldado en la aldea: a partir del negro descubren que hay un Otro; a partir de su condición de Otro idolatran al negro con repulsión y deseo, y comienza a insinuarse, gestada, esa ambigüedad tan presente para Oé en 1994; a partir del negro-Otro-idolatrado se re-des-cubren a ellos mismos y a su mundo: “[el soldado] metamorfoseaba los suntuosos alimentos de la cesta en un suntuoso y excesivamente rico festín exótico”, cuenta el narrador, y añade “…había un espejo… lo que descubrí en su superficie… fue un pálido muchacho japonés absolutamente insignificante”, y más tarde, pregunta “¿cómo explicar la plenitud, y el ritmo, de todo aquello?”.
De modo que con el correr de los días se difunde en el pueblo la sensación de que ese verano en el que ocurren los hechos “sería un verano que duraría eternamente, que no acabaría jamás”, y la guerra es entonces parcialmente olvidada. Pero a la larga, omnipresente, el conflicto estalla al fin en un clímax de violencia y desencanto, y lo trastoca todo definitivamente cuando llegan las noticias del ayuntamiento. Entonces sí, los hombres enloquecen como animales, y todo se metamorfosea, para el protagonista, en una réplica monstruosa de lo anterior, absurda e incomprensible. Así, súbitamente acorralada y amenazada, la “presa” captura al narrador, que intentó advertirle sobre lo que ocurría, y aunque no hay escapatoria, se amotina con él en la que fuera su cárcel, donde amenaza con matarlo; dolido por la traición del que consideraba amigo, el protagonista que se vuelve la presa revaloriza el mundo adulto como el único capaz de ayudarlo en el momento en que experimenta su fragilidad, pero luego siente rencor por el abandono de los adultos, “testigos atentos y pasivos de mi humillación”, y como el negro, se animaliza y auto-humilla por desesperación, rencor y odio; los adultos representados por el padre, por su parte, confundidos y apremiados por una situación ante la cual no saben cómo actuar, como animales atacados ellos también, se enfrentan al dilema de Iván Karamazov, y no pueden, como Aliocha, responder que no cuando flota la pregunta insidiosa: si los destinos de la comunidad estuviesen en tus manos, y para hacer momentáneamente seguro al pueblo, para procurarle momentáneamente la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a ese pequeño niño tras el que se oculta el enemigo, a fin de fundar sobre sus lagrimas la breve tranquilidad futura, ¿te prestarías a ello?
En La presa, al final, la presa son todos y la victimaria la guerra a la que, a la vez, contribuyen todos; no es sólo un niño el que pierde la inocencia en ese momento, sino todo un pueblo y un soldado negro que a la par del mundo dejan de ser inocuos, no dañinos (‘inocente’, etimológicamente, proviene del término latino ‘inocens,-ntis’, formado por ‘nocere’, dañar, y la partícula privativa ‘in-’), los que, porque ya no pueden no ser alterados, dejan de estar al margen.

Era muy probable que la guerra, aquella interminable y sangrienta batalla de gigantescas dimensiones, aquella especie de maremoto que, en unos países lejanos, se llevaba los rebaños de corderos y arrasaba la hierba recién segada, siguiera prolongándose. Pero ¿quién hubiera imaginado jamás que aquella guerra tuviera que llegar hasta nuestra aldea? Sin embargo, lo había hecho, para destrozar mi mano y mis dedos, para emborrachar a mi padre de ardor combativo y llevarlo a blandir su podadera. Así, de golpe, nuestra aldea se veía envuelta en la guerra; y yo, en medio de aquel tumulto, ya no podía respirar.

Y así, el niño sufre, y la generación de la guerra se vuelve una generación tullida, prematuramente adulta cuando la muerte se le convierte, antes de tiempo, en algo familiar, cuando ya no necesita buscar huesos como trofeos extra-ordinarios para tener un acercamiento a esa experiencia. Volver a un estado anterior, anterior a ese paso a la adultez o a la inocencia pre-guerra, se demuestra tan imposible como conducir un trineo ladera abajo estando lisiado, incluso aunque no se comprenda la manera o las razones por las que se llegó al paradero actual, o quizás por eso. Y entonces la sonrisa, primer gesto señalado en la novela, termina, predeciblemente, en algunas calladas lágrimas.

También publicado en la revista Como Loca Mala